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Tú, Dios nuestro, expulsaste a los habitantes de esta tierra ante tu pueblo Israel y se la entregaste a perpetuidad a la descendencia de tu amigo Abrahán. Ellos la habitaron y construyeron un santuario en tu honor, pensando: “Si nos sobreviene alguna desgracia (guerra, castigo, epidemia o hambre), nos presentaremos ante ti en este Templo, donde reside tu nombre, te invocaremos en nuestra angustia, y tú nos escucharás y nos salvarás”.

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