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Cuando todos los israelitas vieron descender el fuego y la presencia de Dios sobre el templo, se arrodillaron y se inclinaron hasta tocar el suelo con la frente; y adoraron a Dios y le dieron gracias, diciendo una y otra vez: «Dios es bueno, y nunca deja de amarnos».

4-5 Después, el rey, junto con todo el pueblo, dedicó el templo a Dios, y sacrificó en su honor veintidós mil toros y ciento veinte mil ovejas.

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