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Sin embargo, no destruyó los altares de las colinas, de manera que el pueblo seguía sacrificando y quemando incienso en ellos.

En cuanto se afirmó en el poder, hizo matar a los hombres que habían dado muerte a su padre; pero no mató a los hijos de ellos, porque el Señor había ordenado en la ley de Moisés que los padres no murieran por la culpa de los hijos, ni los hijos por los pecados de sus padres: cada uno debía pagar la culpa de su propio pecado.

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